Giraba
en círculos. Formaba pequeñas rondas
gigantescas. Sus manos permanecían abiertas, sus codos estirados. Sus pequeños dedos se
tensaban mostrando vestigios de sus escasos años de vida. Las líneas debajo de
sus pies eran lo que quedaba luego del ruego de miles de vidas ajenas a la
suya. Nada más que voces que fueron eliminadas a través del tiempo. Nada más
que solemnes discursos de amor y compasión que difícilmente pertenecieron a
algún corazón. Dolía sentir ir y venir
etapas y épocas. Una seña de amor transparente bastaba. Un signo vitalicio que
nos recordara que estamos vivos. Y una foto perdida, arruinada.
Entonó una sinfonía, una criatura divina.
Sus duros labios junto a su garganta escupían como un mal olor aquellas frases
perfectamente secuenciales. Notas que erizaban la piel. Que provocaban lágrimas
en cada ser humano que lo presenciase. Suplicaba que lo escuchasen, que alguien
estuviera ahí, elevaba aún más la voz, su voz. Lentamente el tiempo comenzó a
detenerse. Las nubes dejaron de avanzar. El niño, de rodillas al suelo lloraba.
Sus lágrimas se acumulaban formando un pozo cada vez más grande. Sus ojos se
cerraron, no tenían la intención de volver. Se encontró ahogado en sus propias
lágrimas, gotas y más gotas, y él no sabía nadar, no como un pez, más bien como una almeja.
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