La pequeña niña jugaba a
escaparse de las olas. Más no pudo cuidarse de la ola más grande de todas, pues
se confundía con el cielo y solo la vio antes de cerrar los ojos y entregarse a
cierto tipo de destino.
La ola se apiadó, decían
sus padres, pues la entregó de vuelta en la arena. Su pelo parecía brillar un
poco más y aún conservaba tanto sus pies como sus brazos.
Al poco tiempo el recuerdo
de la ola tragándosela empezó a reemplazar cada memoria pasada.
Dejó de reconocer hasta su
nombre.
¿Quién soy? Se preguntaba a
sí misma, y no obtenía respuesta. Lo único que escuchaba era el sonido del mar
quebrándose. La arena rasgando sus piernas. Los ojos ardiendo.
Sus padres pensaron que la
niña se iba a volver loca.
Ella sabía que los únicos
recuerdos que le quedaban, era lo único que la salvaría. Y pensar en ello la
hacía sonreír.
Sabía que no había olvidado
nada, sino que había realizado una especie de intercambio con el mar.
El mar negro.
Hasta que un día sí enloqueció.
Descubrió que el mar botaba
a la basura su memoria, al igual que la del resto con los que había llegado a
jugar.
Descubrió que lo único que
le quedaba, es aquello que estaría por siempre.
Aún la hacía sonreír, pero
la sonrisa no era natural pues ahora, sabía lo que había perdido.
El océano sabio se enteró
de este fracaso, y le ordenó a la niña jamás volver, pues ver su desgracia lo
desgarraba.
Sus lágrimas ya no podían
escaparse en la orilla.
La niña no tenía más
recuerdos que aquél camino que realizaba para finalmente abrazar las aguas
impulsivas. Y todos los días se escondía tras una roca, temerosa de ser
descubierta. Y solo así lograba sonreír mientras a la lejanía acariciaba al mar
negro que algún día la golpeó.
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Habíamos dado algunas vueltas ya, pero según ella caminábamos hacia atrás.
-¿Cómo hacia atrás?
Pregunté.
-De espaldas, mirando un punto pero alejándonos de él,
en línea recta hacia lo desconocido.
Dije que me parecía perfecto caminar de esa manera,
aunque en realidad no entendí nada.
Bien pensado, es la peor forma de caminar.
En cualquier caso, avanzamos.
O retrocedimos, no sé.
De reojo la miraba,
ella con la cabeza vuelta hacia el mar.
No me atreví a romper de nuevo el silencio, que era bonito por no ser silencio,
sino gaviotas y gravilla y el retumbar de olas.
Entremedio me dio por pensar en lo que hasta ahora era mi vida.
La vi placentera y vacía y supe que nunca más volvería a ser así.
Me alegré profundamente de ello.
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