martes, 20 de febrero de 2024

 

Sucede la vida retenida en recuerdos que perecen. He vivido pensando que no volveré a los contornos que sostenían en algún momento una dicha. Agarrada a aquellos momentos en que creí en un destino que resultó expropiado. La fantasía de la estabilidad que me inventaron. Una niña virginizada que se dedicó a la intoxicación para caer en el depósito de la muerte. Hoy ya no soy niña. He de aprender a vivir con el duelo de la infancia. 

Algún día le dije a mi madre que yo moriría antes que ella, para pretender que la angustia de su partida se perderá en un hueco rellenado.  Ella me rogó que no. Y yo tomé su mano para que me cubriera en ese instante que se perfilaba ya añejo.

La ví durante su vida alcanzar esa fantasía que yo pretendía mía. Y la ví también desvanecerse en la grieta de su nombre borrado. Me ubicó entre los límites de eso que soy y lo que quise. Pero la historia hace lo que quiere. Y hoy añoro tener un espacio que no sea mío, cuando tanto tiempo busqué una habitación propia. 

Me tomó en sus brazos y me llevó a conocer su pasado. Que se gestó en mi como una herida que jamás podría sanar. Me pregunto hoy qué tiene que ver su dolor con mi incertidumbre. Me pregunto si el amor que busco es el equivocado. Es que, esa es la pregunta que ella trazó con agujas en mi piel. La pregunta por el deseo que no obtengo con mis dedos. Con los dedos cubiertos por sus pliegues. Mientras mi cuerpo se aleja del lugar al que sus manos me llevaban. 

Este lado de la franja no es fácil. Es difícil rememorar las razones que me hacen acomodarme aquí donde no hay recuerdos ni raíces. Dónde la tierra no me trae olores de infancia. Pero así sostengo un funeral permanente. Que me hace tener razones para llorar aquello que me quitaron. El pedazo de mi corazón que quedó al otro lado. El pedazo que se creía augusto frente a la sequía.