lunes, 19 de abril de 2021

La noche tiene siete cambios.

Un perro ladrando, su madre dejándolo afuera tras la ventana para dejar de escuchar el eco de su garganta rebotando gruesamente. Los niños cantando con la lengua afuera la canción que tarareaba la radio mientras jugaban a quien podía enrollarla y sacarla al mismo tiempo. 

Así corría el tiempo bajo la neblina, haciendo de los sonidos sus recuerdos o de sus recuerdos simples sonidos. 

El letrero de bienvenida que le hicieron a su padre cuando volvió a la casa después de siete años mientras su hermano reía y saltaba. Las flores añejas que mantenía guardadas en una prensa que su mamá le había regalado unos días atrás. 

-Acá lo que pones se seca

La decisión de poner todo en la prensa para que algo se seque y poder observar luego a qué se refería con eso. Qué implicaba la sequedad, y porqué lo seco se despedazaba.

La noche en la que un gato cojo llegó a su casa. Y esa sensación como de si un sueño se hubiese hecho realidad. Algo que venía a llenarla. No recordaba bien qué era lo que le faltaba pero sí que eso se sentía así. La mañana siguiente en que lo encontró petrificado, como si lo hubiesen embalsamado. Ella vestida con un tutú rosado. El gato en una caja. Un hombre llevándoselo al cementerio de gatos, decía. El olor a azufre que quedó impregnado en las paredes, en sus manos. La canción de Shakira que sonaba en el fondo. 

-La noche tiene siete cambios mi niña.

-¿Y tu los has visto todos? 

-Todos.

Ese hombre cuyo nombre no sabía la llevaba por la carretera en dirección a Concepción.

Te supe dentro

Sí, te supe.
Dentro agrietado.
Sino,
nos habríamos ido volando
hace cuanto rato. 

sábado, 17 de abril de 2021

440

Con la mochila sobre mi espalda tropecé con el 440 de la calle Alberdi un día de Junio. El ya me esperaba y me saludó con sus labios. Había pasado medio año sin vernos pero se sintió cotidiano como ir cada semana a comprar verduras. Aún así no nos conocíamos. 

Unos días antes de año nuevo nos miramos por primera vez. De noche en la disco que visitábamos cada viernes con mis amigas. Esa noche bailábamos uno al lado del otro, como una dualidad literaria. No sabía su nombre. Solo sabía que sus ojos algo me hablaban aunque el no lo supiera. Luego nos encontramos afuera. Parecía que ese día y a esa hora nos tocaba conocernos. Caminamos, tomamos la micro juntos, luego nos despedimos. Los días siguientes lo busqué como si hubiese perdido mi billetera en su cuerpo. Fue año nuevo, lo celebraba con mis amigas y me acordaba de su olor mientras miraba mi celular esperando que ojalá me hubiese encontrado antes que yo a él. Me parecía ridícula mi insistencia. 

Un día encontré su número y hablamos. Ese mismo día nos juntamos en Ñuñoa de noche. Y así los siguientes días empezamos a impregnarnos de nuestros aromas, transformándolo en una esencia en sí misma, particular, densa. Por ahí me enteré que vivía en Buenos Aires, que estudiaba allá, que pronto se iría. En conjunto decidimos sin decirnos, aburrirnos el uno del otro. Exprimir nuestra presencia mutua. Agotarnos sin hacerlo evidente. Así parecía menos dolorosa la despedida. Si nos mirábamos hasta el cansancio, hasta hacernos insoportables, no sería difícil su partida. Pensábamos en el final de lo que vivíamos mientras lo vivíamos. No había de otra. Me preguntó una vez si valdrá la pena dejarlo todo por tenernos. Recuerdo decirle que no. Habíamos quedado en vernos por última vez el día en que se iba. Y ese día no nos vimos.

Un día de mayo, antes  de comprar el pasaje, me dijo que no lo hiciera. Que no viniera a verlo. Que había conocido a Victoria y que necesitaba una felicidad a largo plazo. Yo le escribí que entendía. Que le deseaba lo mejor. Pocos días después me escribió pidiéndome que fuera. A mi no me parecía buena idea, creía que el tenía razón diciéndome no. Nos veríamos por un momento precioso pero efímero, luego me tendría que ir. Era claro que el tenía que optar por una compañía que no lo dejara. Y yo, también. Me insistió luego. Le dije que si el quería que fuera, iba a ir. 

Un día de Junio tropecé con mi mochila en el 440 de la calle Alberdi. Los nervios me atragantaban pero se sintió como cambiarle el rollo a una cámara analóga. Fue automático. Nuestros cuerpos se conocieron antes de habernos visto por primera vez. Sus ojos me hablaban, antes de saber su nombre. Sus palabras encajaron con las mías como si estuviésemos con la misma canción en repeat. 

Dormimos abrazados las siguientes noches. Me traía café en las mañanas. Tomamos birra y sentimos el viento frío de Buenos Aires en invierno. Una noche hice la mochila y me fui antes de mi fecha de regreso devuelta a Santiago. No nos despedimos. Tampoco nos agotamos.