viernes, 27 de julio de 2018

Alfonsina Storni






Voy a dormir 

Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme prestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos escardados.
Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera;
una constelación; la que te guste;
todas son buenas; bájala un poquito.
Déjame sola: oyes romper los brotes...
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases
para que olvides... Gracias. Ah, un encargo:
si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido...




Era primavera en Mar del Plata, lo que quiere decir podría estar lloviendo o haciendo una agradable temperatura, quién sabe, o quizás ambas cosas a la vez, lo cual tampoco es extraño. Una mujer de pelo corto camina decidida hacia la Playa de la Perla, donde un embravecido Océano Atlántico rompe con fuerza. Aquí las versiones se confunden: hay quien dice que se interna lentamente en el agua hasta que desaparece en la marea y hay quien prefiere contar que se lanza desde una escollera y su cuerpo se pierde entre las olas. Todos coinciden en algo: ha fallecido Alfonsina Storni a los 46 años de edad. Estamos en la madrugada del 25 de octubre de 1938. Esa misma noche, Storni había enviado tres cartas: una para su hijo Alejandro, otra para su amigo Gálvez, a quien pedía que cuidara de su familia, y una última con su poema de despedida “Voy a dormir”, dirigida al diario La Nación.
    (Raúl Molina)





   Partida

Un camino

hasta el confín
altas puertas de oro
lo cierran;
galerías profundas;
arcadas.
El aire no tiene peso;
las puertas se balancean
en el vacío;
se deshacen en polvo de oro;
se juntan, se separan;
bajan a las tumbas
de algas;
suben cargadas de corales.
Rondas,
hay rondas de columnas:
las puertas se esconden
detrás de los parapetos azules;
el agua brota en campos de nomeolvides;
echa desiertos de cristales morados;
incuba grandes gusanos esmeralda;
se trenza los brazos innumerables.
Lluvia de alas,
ahora;
ángeles rosados
se clavan como flechas
en el mar.
Podría caminar sobre ellos
sin hundirme.
Una senda de cifras
para mis pies:
Columnas de número
para cada paso,
submarinas.
Me llevan:
enredaderas invisibles
alargan sus garfios
desde el horizonte:
Mi cuello cruje.
Ya camino.
El agua no cede.
Mis hombros se abren en alas.
Toco con sus extremos
los extremos del cielo.
Lo hiero:
La sangre del cielo
bañando el mar...
Amapolas, amapolas,
no hay más que amapolas...
Me aligero:
la carne cae de mis huesos.
Ahora.
El mar sube por el canal
de mis vértebras.
Ahora.
El cielo rueda por el lecho
de mis venas
Ahora.
¡El sol! ¡El sol!
Sus últimos hilos
me envuelven,
me impulsan.
Soy un huso:
¡Giro, giro, giro, giro!...






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