jueves, 31 de octubre de 2013

Perfección y ruina

La romántica escena del ocaso en una ciudad bombardeada por ampolletas y donde nunca es de noche. Un árbol casi en sombra se deshace en pequeñas ramas. Y en la punta terminal, donde se cree que éste va a desaparecer, brota un cúmulo de flores blancas. 

Lo más bonito de la escena era el reflejo que una de las ampolletas en una esquina producía en las hojas maltratadas por el tronco.  Era una tarde en primavera de un Santiago oprimido en pleno Halloween. 

Al mismo tiempo es romántica la esencia  poeta, del chico que se encarama al árbol, rasgándose los pantalones, que ya habían sido rasgados un par de veces, y consiguiendo arrancar el ramo de flores que crece en la misma punta. A mi parecer, englobaba la belleza misma de la flor. Quizás para impresionar a alguna chica importante, o no, en su vida. Pero el por qué no valía la pena saberlo, el acto mismo era la perfección y ruina unidos en armonía y preludio expectante.

Una niña desde el balcón lo enfrenta y el torpe chico le sonríe desde arriba con una mueca chueca y con los ojos brillosos. Yo no me esperaba que el alma valiente del rebelde engendrara una lágrima, pero hacía sentido, nadie insensible podría jamás reconocer la divinidad del ramo concebido por el árbol.

La niña baja, llevaba un vestido largo de seda celeste para dormir, era una mujer. Y tiritaba. No pude entender si por el frío o por el miedo. El torpe chico baja del árbol, se limpia las rodillas rasmilladas y arregla las flores que tenían un cierto parecido a los ojos de la mujer. Ella se mostraba dolida, como si hubiese arrancado una extremidad en aquél acto. Entendí, por como la mujer lo miraba, que se conocían. Entendí que el ramo siempre estuvo destinado a ella, más ahora la vergüenza atajaba la entrega. El rebelde mira con culpa al suelo, esperando poder acriminar a alguien más que a sí mismo. Yo sé que la pobre no quiere condenarlo y por eso, toma el ramo que se encontraba un tanto escondido por el chico y lo observa con cuidado. Probablemente lo contemplaba para evitar mirar los ojos de él, que se iluminaban por la acogida. 

La ampolleta que producía el reflejo en las hojas, y ahora, en el vestido largo de seda, se apaga de un segundo a otro. Una coincidencia que difícilmente sucede en ésta ciudad que jamás se apaga. Pero en fin, se extingue un episodio. Qué inoportuno. Nunca pude ver el final de la historia. Me prendí un pucho, merecido, e imaginé que pudo haber pasado.

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