Pensaba mientras andaba por las calles de un Santiago en
pleno verano, a dónde se habrá ido. Las luces toscas de los autos de vez en
cuando se tropezaban con sus ojos y esto le permitía verlo con más claridad. Su piel
desnuda, su cabeza desnuda, sus manos desnudas. Pensaba en esa desnudez,
aquella que no concede interrogantes para pasar desapercibido, para ocultar
algo de la carne que a luz del sol se seca. Así se fue secando poco a poco ese
mismo verano el huerto que sembró un día lluvioso. El día anterior, ese en
donde sembró el huerto, lo había visto a él con aquella misma claridad. Lo
había acariciado y le había hablado de la desconfianza que le suscitaba su fortuna
y su futuro. Esto con esas lágrimas ingenuas que parecen berrinche desteñido y dejándose
absorber por el humo de cenizas desgastadas de tanto fumarlas, desgastadas para
así no descansar nunca.
Habían escuchado el disco “Blueberry wine” de Michael Hurley
durante toda la noche mientras el le reclamaba persistentemente, cada cierto
rato, que ese disco que ella pretendía suyo, era de él. Ella no lo recordaba
bien. Sabía que era un disco maravilloso y que no iba a ceder tan fácilmente y
por lo mismo luchó obstinadamente por su derecho. Era un juego, o así lo
recordaba. Un tironeo de cuerdas para tomarse las manos y tocarse. Entonces
manos tomadas se acariciaban y hablaban luego de cerca, jugando al cariño
rítmico. Un dedo cruza primero las yemas y se arrastra lentamente hasta hacer
rozar los nudillos con el dorso de la otra mano, como si la mano no se diera
cuenta pues es tan sutil que pareciese ser aire y no cuerpo. Luego el mismo dedo,
casi sin esfuerzo, da un salto con la punta del pulgar y vuelve nuevamente a
las yemas, hurgando, de un lado a otro, como un metrónomo vivo, para sentir la
respiración ajena.
Jugando ella le pidió que durmiesen esa noche juntos, le
pidió que sólo durmiesen, pues más le dolería ya el alma, de eso estaba segura.
No se lo explicó así tal cual, sólo le mencionó que prefería estar cerca y no
besarse. No esta vez, esta vez no podría soportar ese alboroto bullicioso de
confusión que solía venirle, o no podría volver a jugar a imaginar lo
inverosímil de aquel amorío que se había roto a pedazos ya más de una vez. Más
tarde acostados, ella se acercó a su rostro lo más cerca que pudo, como si le
admitiese con su mirada y sus labios apenas alcanzables, que se había prohibido
el deseo de tenerlo. Él lo intuyó y la besó. Recordaba sonrojada, el
desconsuelo abrumador que le vino instantáneamente después del beso, como una
oleada silvestre inmiscuida en sus vísceras. Recordaba también sus gemidos que
poco a poco se transformaron en gritos inaudibles, hechos fielmente para que sólo
él la entendiera, y sólo a él le doliera. Era incongruente para ella desear
besar a quien por astuto lo encasillaba como diablo. Y entonces, con motivos
aparentes, aullidos grotescos, uno tras otro disparaba contra él, cuando en
realidad quería sólo que ella misma escuchase. Que ella misma no jugara a ese
juego del deseo en un maldito campo de minas. Indigna y deshecha lo echó de su
casa y luego, cuando él estaba a punto de irse, habiendo proferido también por
su parte un par de gruñidos, ella corrió sin atisbo de timidez a pedir la
indulgencia. A pedirle que por favor él la perdonara, a aclamarle su locura,
exigirle que entienda que ella ya no puede consigo misma, que hacía un buen
rato que ya no podía.
Su cuerpo ya no era suyo, de Lucía ya no le quedaba nada, ni
en el sexo, ni cuando intentaba arquear la espalda al advertirse encorvada en
algún reflejo, ni cuando su rodilla temblaba tanto de frío que parecía que se
le iba a despegar y seguir tiritando fuera de ella, ni cuando su mano rebotaba
tratando de imitar el ritmo de la batería de alguna canción vieja.
Entonces, en este acto de desgraciada petición por clemencia,
dejando el orgullo que la identificaba antes, atrás, vio en la mano de él, aquél
disco de Michael. Vio cómo le arrancaba tan fácilmente de sí su tesoro más
grande. Ya no importaba de quién era el disco, importaban sus manos
sosteniéndolo, como si fuese la última vez que iba a poder verlo. No pudo así decir
más palabras desahogadas, ni mirar vilmente con desprecio su cara, no pudo ni
siquiera brumar en su contra, o recitarle algún refrán que quizás se le pasaba
por su cabeza en ese momento. Sólo escuchó un rato después cómo la puerta se
cerraba.
El desconsuelo desaguado de esa noche duró hasta el día
siguiente, hasta que su garganta atragantada ya no resistía más fervor, ni lágrimas,
ni tristeza, ni tristeza de muerte. Entonces se levantó y vistió rápidamente. Se
lavó el rostro sin mirar al espejo sus ojos abultados de tanto extremar la
realidad de una noche que pasaba desapercibida frente a tantas otras noches. Fue
ahí, en esa cavilación, cuando decidió salir a comprar unos cigarrillos
corrientes, y tentada por una vitrina desbaratada de una tienda en probable
extinción, se llevó unos pequeños maceteros en donde depositar semillas y cada
día un poco de agua. Aunque sea tomillo, aunque sea cilantro, sembrar lo que
hubiese para que algo naciera de sus manos. Y ahí mismo, ese día justo antes de
salir, mientras agarraba las llaves para no quedarse afuera, lo encontró. El
disco estaba ahí en la entrada, sostenido en diagonal contra la muralla, tan
quieto, tan sedentario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario