jueves, 26 de abril de 2018

Vino de arándano




Pensaba mientras andaba por las calles de un Santiago en pleno verano, a dónde se habrá ido. Las luces toscas de los autos de vez en cuando se tropezaban con sus ojos y esto le permitía verlo con más claridad. Su piel desnuda, su cabeza desnuda, sus manos desnudas. Pensaba en esa desnudez, aquella que no concede interrogantes para pasar desapercibido, para ocultar algo de la carne que a luz del sol se seca. Así se fue secando poco a poco ese mismo verano el huerto que sembró un día lluvioso. El día anterior, ese en donde sembró el huerto, lo había visto a él con aquella misma claridad. Lo había acariciado y le había hablado de la desconfianza que le suscitaba su fortuna y su futuro. Esto con esas lágrimas ingenuas que parecen berrinche desteñido y dejándose absorber por el humo de cenizas desgastadas de tanto fumarlas, desgastadas para así no descansar nunca.

Habían escuchado el disco “Blueberry wine” de Michael Hurley durante toda la noche mientras el le reclamaba persistentemente, cada cierto rato, que ese disco que ella pretendía suyo, era de él. Ella no lo recordaba bien. Sabía que era un disco maravilloso y que no iba a ceder tan fácilmente y por lo mismo luchó obstinadamente por su derecho. Era un juego, o así lo recordaba. Un tironeo de cuerdas para tomarse las manos y tocarse. Entonces manos tomadas se acariciaban y hablaban luego de cerca, jugando al cariño rítmico. Un dedo cruza primero las yemas y se arrastra lentamente hasta hacer rozar los nudillos con el dorso de la otra mano, como si la mano no se diera cuenta pues es tan sutil que pareciese ser aire y no cuerpo. Luego el mismo dedo, casi sin esfuerzo, da un salto con la punta del pulgar y vuelve nuevamente a las yemas, hurgando, de un lado a otro, como un metrónomo vivo, para sentir la respiración ajena.

Jugando ella le pidió que durmiesen esa noche juntos, le pidió que sólo durmiesen, pues más le dolería ya el alma, de eso estaba segura. No se lo explicó así tal cual, sólo le mencionó que prefería estar cerca y no besarse. No esta vez, esta vez no podría soportar ese alboroto bullicioso de confusión que solía venirle, o no podría volver a jugar a imaginar lo inverosímil de aquel amorío que se había roto a pedazos ya más de una vez. Más tarde acostados, ella se acercó a su rostro lo más cerca que pudo, como si le admitiese con su mirada y sus labios apenas alcanzables, que se había prohibido el deseo de tenerlo. Él lo intuyó y la besó. Recordaba sonrojada, el desconsuelo abrumador que le vino instantáneamente después del beso, como una oleada silvestre inmiscuida en sus vísceras. Recordaba también sus gemidos que poco a poco se transformaron en gritos inaudibles, hechos fielmente para que sólo él la entendiera, y sólo a él le doliera. Era incongruente para ella desear besar a quien por astuto lo encasillaba como diablo. Y entonces, con motivos aparentes, aullidos grotescos, uno tras otro disparaba contra él, cuando en realidad quería sólo que ella misma escuchase. Que ella misma no jugara a ese juego del deseo en un maldito campo de minas. Indigna y deshecha lo echó de su casa y luego, cuando él estaba a punto de irse, habiendo proferido también por su parte un par de gruñidos, ella corrió sin atisbo de timidez a pedir la indulgencia. A pedirle que por favor él la perdonara, a aclamarle su locura, exigirle que entienda que ella ya no puede consigo misma, que hacía un buen rato que ya no podía.

Su cuerpo ya no era suyo, de Lucía ya no le quedaba nada, ni en el sexo, ni cuando intentaba arquear la espalda al advertirse encorvada en algún reflejo, ni cuando su rodilla temblaba tanto de frío que parecía que se le iba a despegar y seguir tiritando fuera de ella, ni cuando su mano rebotaba tratando de imitar el ritmo de la batería de alguna canción vieja.

Entonces, en este acto de desgraciada petición por clemencia, dejando el orgullo que la identificaba antes, atrás, vio en la mano de él, aquél disco de Michael. Vio cómo le arrancaba tan fácilmente de sí su tesoro más grande. Ya no importaba de quién era el disco, importaban sus manos sosteniéndolo, como si fuese la última vez que iba a poder verlo. No pudo así decir más palabras desahogadas, ni mirar vilmente con desprecio su cara, no pudo ni siquiera brumar en su contra, o recitarle algún refrán que quizás se le pasaba por su cabeza en ese momento. Sólo escuchó un rato después cómo la puerta se cerraba.

El desconsuelo desaguado de esa noche duró hasta el día siguiente, hasta que su garganta atragantada ya no resistía más fervor, ni lágrimas, ni tristeza, ni tristeza de muerte. Entonces se levantó y vistió rápidamente. Se lavó el rostro sin mirar al espejo sus ojos abultados de tanto extremar la realidad de una noche que pasaba desapercibida frente a tantas otras noches. Fue ahí, en esa cavilación, cuando decidió salir a comprar unos cigarrillos corrientes, y tentada por una vitrina desbaratada de una tienda en probable extinción, se llevó unos pequeños maceteros en donde depositar semillas y cada día un poco de agua. Aunque sea tomillo, aunque sea cilantro, sembrar lo que hubiese para que algo naciera de sus manos. Y ahí mismo, ese día justo antes de salir, mientras agarraba las llaves para no quedarse afuera, lo encontró. El disco estaba ahí en la entrada, sostenido en diagonal contra la muralla, tan quieto, tan sedentario.

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