sábado, 28 de abril de 2018

La del pañuelo de lunares


Ahí estás otra vez, en esa esquina en medio de un paso peatonal y un puestito de café. Te encuentras ahí de vuelta caminando apurado, las mangas arremangadas, el cabello mojado, aquella sonrisa irónica. Tus ojos, esos impertinentes miran a lo que solía ser aquella avenida. Miran hacia atrás, muy atrás al pasado. Esos ojos desprevenidos, como si no hubiese un tiempo, aquel tiempo puesto en juego en cada paso que das. Pareciese que no te acostumbras a la chifladura de la ciudad.

A unos cuantos metros más allá, en la cafetería de enfrente, en una mesita hacia la derecha, escondida por el libro que finge leer, está ella, buscándote con la mirada para encontrarse esta vez –o alguna vez– con la tuya. Una vez más la desgraciada ahí sentada. La chica usa el pañuelo de día Jueves, el de lunares negros. Se lo ha puesto delicadamente en su cabello, como si hubiese caído por ahí de casualidad. Sus labios ligeramente pintados, sus manos cubiertas por un par de guantes blancos: no quiere dejar huella de su existencia. Pide el mismo café negro todas las mañanas. Fuma un cigarrillo en placer al vicio. Inconsecuente al notar la hora. Inconsecuente al beber su brebaje. El mesero le ofrece rellenar la taza. Te mira, mira la hora, te vuelve a mirar.

Lo sigue al imprudente, lo sigue sin poder ocultar ambos ojos apuntando torpemente a su rapiña, a su presa de caza. Mas nunca ella aprendió a cazar. Es de aquellas mujeres que se esconden para ser encontradas. O peor, quiere ser encontrada por quien deambula como un espectro.

Por otro lado, este hombre (tú) jamás sintió la presencia de los ojos destellados de fascinación de aquella mujer. En su impaciencia y extraviado de pasado –podría decirse que este fue el único contacto que hubo entre ellos dos– tropieza consigo mismo, torpemente y la mujer al otro lado en la cafetería, sonríe levemente, como si se le escapase un aire, cubriéndose con su libro de aquella sonrisa, cubriéndose de aquel aire. El hombre rastrea pronto como un lunático –me permito señalar– todo aquel rostro que podría haberse topado con su error, cualquier indicio de ojo dirigido a sus torpes pies.

Ahí estás otra vez, buscando testigos, buscando unos ojos que te ratifiquen la vergüenza. Era ese infortunio lo que venía a favorecer tu –probable– augurio de esta mañana. Fue en ese segundo, tan breve y minúsculo, en el que tus ojos y los de ella se toparon. Como un ensamble en cámara lenta, como una orquesta resolviendo el clímax. Aquella casualidad imprecisa era digna de ovación. Y tan pronto como fue posible miraste para otro lado. Notificado y consciente de que el batacazo no pasó desapercibido, sigues tu camino rápidamente. Esperas no toparte nunca más con los ojos de esa mujer, te dices en voz baja. 
Y ella –obviamente- lo supo.

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