Ahí estás otra vez, en esa
esquina en medio de un paso peatonal y un puestito de café. Te encuentras ahí
de vuelta caminando apurado, las mangas arremangadas, el cabello mojado,
aquella sonrisa irónica. Tus ojos, esos impertinentes miran a lo que solía ser
aquella avenida. Miran hacia atrás, muy atrás al pasado. Esos ojos desprevenidos, como si no hubiese un tiempo, aquel tiempo puesto en juego en
cada paso que das. Pareciese que no te acostumbras a la chifladura de la
ciudad.
A unos cuantos metros más allá,
en la cafetería de enfrente, en una mesita hacia la derecha, escondida por el
libro que finge leer, está ella, buscándote con la mirada para encontrarse esta
vez –o alguna vez– con la tuya. Una vez más la desgraciada ahí sentada. La
chica usa el pañuelo de día Jueves, el de lunares negros. Se lo ha puesto
delicadamente en su cabello, como si hubiese caído por ahí de casualidad. Sus
labios ligeramente pintados, sus manos cubiertas por un par de guantes blancos:
no quiere dejar huella de su existencia. Pide el mismo café negro todas las
mañanas. Fuma un cigarrillo en placer al vicio. Inconsecuente al notar la hora.
Inconsecuente al beber su brebaje. El mesero le ofrece rellenar la taza. Te
mira, mira la hora, te vuelve a mirar.
Lo sigue al imprudente, lo
sigue sin poder ocultar ambos ojos apuntando torpemente a su rapiña, a su presa
de caza. Mas nunca ella aprendió a cazar. Es de aquellas mujeres que se
esconden para ser encontradas. O peor, quiere ser encontrada por quien deambula
como un espectro.
Por otro lado, este hombre (tú)
jamás sintió la presencia de los ojos destellados de fascinación de aquella
mujer. En su impaciencia y extraviado de pasado –podría decirse que este fue el
único contacto que hubo entre ellos dos– tropieza consigo mismo, torpemente y
la mujer al otro lado en la cafetería, sonríe levemente, como si se le escapase
un aire, cubriéndose con su libro de aquella sonrisa, cubriéndose de aquel
aire. El hombre rastrea pronto como un lunático –me permito señalar– todo
aquel rostro que podría haberse topado con su error, cualquier indicio de ojo
dirigido a sus torpes pies.
Ahí estás otra vez, buscando
testigos, buscando unos ojos que te ratifiquen la vergüenza. Era ese infortunio
lo que venía a favorecer tu –probable– augurio de esta mañana. Fue en ese
segundo, tan breve y minúsculo, en el que tus ojos y los de ella se toparon.
Como un ensamble en cámara lenta, como una orquesta resolviendo el clímax.
Aquella casualidad imprecisa era digna de ovación. Y tan pronto como fue
posible miraste para otro lado. Notificado y consciente de que el batacazo no
pasó desapercibido, sigues tu camino rápidamente. Esperas no toparte nunca
más con los ojos de esa mujer, te dices en voz baja.
Y ella –obviamente- lo supo.
Y ella –obviamente- lo supo.
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