miércoles, 29 de octubre de 2014

Tiendo a no amar mucho de mi misma

Tiendo a no amar mucho de mi misma
a ocultarle a mis ojos lo bello,
a bailar sola en la obscuridad de un día negro.

Hoy, y ayer, y otros días más
dejé de escuchar  a los pájaros
cantándome la armonía de un silbido.
No he escuchado al agua
correr para envolverme.
Escucho, sin embargo,
durante toda la noche
un grillo cantar,
o gemir quizás,
o llorar quizás,
entre silencios,
vacíos.

Tiendo a no amar mucho de mi misma,
más amar de entero a otro.
Volcarme hacia el otro
para desaparecer
y gemir quizás
y llorar quizás
entre silencios
vacíos.

Sostengo mi piel de una cumbre
que forcejea con soltarme.
O  amenaza con abandonarme.
Sola en el vacío de la cresta
entre silencios,
como huecos de una rosa.
En los que ningún gemido cabe,
ninguna lágrima obstinada.
Solo la nada ocupa el espacio.

A quien nunca me ve,
observo.
De lejos, de cerca.
A veces tan cerca que escucho su palpito.
Como el grillo en las noches.
Sus ojos me brillan, me cuelgan,
y ningún gemido, ningún llanto
ningún vacío, se logra ver bajo ese manto.

Y no hay palabras
que me satisfagan. 
No hay ruido que me perturbe.
Para dejar el silencio.
Para escapar.
Presa en primavera,
condenada a la rosa,
que está marchita 
pues el agua ya no es suficiente.

Cautivada por lo monstruoso
lo terrible y lo siniestro
del vacío,
del gemido
y de mis lagrimas
pues,
tiendo a no amar mucho de mi misma.

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